Biografía – III
Encuentro en las estaciones de metro a más de uno que toca la guitarra mucho mejor de lo que mis habilidades y mi constancia me permiten. Mis favoritos son dos muchachitos heavies, enternecedores. Tocan mucho mejor que Los Peñasko, el grupo heavy de Tomares, el que hizo Emilio Losada, el escritor, con el Mufas y el Manolín. La guitarra de Emilio fue la primera eléctrica que toqué, y el bajo de Mufas, que era el de Ventura, el instrumento, acabó, cuando Peñasko se disolvió, sonando en un grupo de música celta o de rock progresivo, Los Jaspers; algo abominable. Hay en la línea 4 un cantautor americano que afina bastante más que muchos profesionales que conozco. Me ha visto pasar con mi guitarra Martin y me ha mirado suplicando algo, pero ya le había dado unas monedas a uno con la pierna amputada, porque he ido a correr esta mañana y encuentro más placentero correr que hacer escalas pentatónicas o jeroglíficas con ese maldito invento de cuerdas de alambre que te hacen callosidades y se desafina en cuanto pasa una corriente de aire más o menos acondicionado. No veo el momento de salir a escena con el IPad. Armados con estos productos todos somos un poco Stephen Hawking, más bien Enjutos, del todo trolls. El otro día, harto de Estrella Galicia, hice un grupo con tres chicas perfectamente incapaces para la música. Huelga decir que eran guapas, aunque prometo que más que un interés sexual me movían, como representante indeseable del mundillo, las ganas de cumplir con la paridad hombres/mujeres: contemplo con pavor que las únicas hembras que cantan en el metro son unas pérdidas en la interpretación freak de éxitos ajenos (las que he visto hasta la fecha).
Me encanta hacer grupos, ponerles nombres y bautizar los posibles discos. Es lo que más me gusta de mi profesión. Poner nombres es crear. Poner acordes sobre alambres finos es de fakir digital cuasi circense. Las muchachas y yo nos llamaremos El Resplandor. Usaremos el Garage Band y superpondremos pistas en sesiones colectivas vía wifi. Que ellas no tengan ni idea de música es la garantía de que jamás haremos rock progresivo. Sin embargo, me gustan Tame Impala o Flaming Lips. Será que me he hecho viejo, de ahí que las interesantes sesiones del futuro sean cada vez más cosa de solitarios separados. A los jóvenes les gustan solo los hits de estas bandas setenteras. Ventura y yo habíamos jurado no aprender nunca demasiado. Las canciones que nos guiaban en la vida eran claramente sencillas. Eran pop, disfrazado de afterpunk siniestrillo a veces, pero pop. Cuando aprendes, acabas grabando La Lección, por ejemplo, esa canción que viene en Presidente, el disco de Sr. Chinarro que tanto gustó en Mushroom Pillow. No dudé en cambiar la letra a tiempo de expresar mi arrepentimiento por haber traicionado uno de los pocos principios que he tenido. Aunque los arreglos son inmejorables, me pareció que los ejercicios de virtuosismo de los músicos, enfrentados con el sentido de la letra, que recordaba a mi hijo tanto como a aquel juramento entre Ventura y yo, serían un excelente recordatorio de lo que no debía hacer en lo sucesivo. Señores músicos: no tengo el menor interés en tocar mejor de lo que toco. No sea que acabe en el metro. Kids, la canción de MGMT que a todos nos gusta, se hace perfectamente en un IPad sin la menor idea de solfeo, y sin callos, como no sea en la polla (fui testigo en backstage del éxito del cantante de MGMT entre las murcianas). Y, para colmo, en aquel concierto del SOS, la tocaron en perfecto playback, para que a los inestimables técnicos de sonido no les fuese fácil joder la marrana, supongo. ¡El ansia de protagonismo de los técnicos es como el de los árbitros de fútbol! ¿No conocen el tópico, ese de que son buenos cuando no se nota que están? Hay algún técnico bueno en España, ya. Y algún árbitro.
Los ensayos con Béjar, Morato y Franco no eran acústicamente fáciles. Alguna vez más pudimos colarnos en el local del Kapote, que estaba decorado con los inevitables cartones absorbentes de huevo, la cabeza de vaca muerta encontrada en el Barrio Bajo de San Juan, donde el taxidermista (¿qué se puede esperar de un pueblo que comienza abajo por el solar de un taxidermista y arriba por el campo de fútbol de un equipo llamado «La Cooperativa»?), y la colección de litronas vacías llenas de polvo y restos de cerveza: igual se le podría haber sacado algún sonido frotando con suavidad los cuellos chupados. Vicente, el hermano del Kapote, nos deleitaba con los más inauditos relatos que sobre Baltimore pueda elaborar humano o extraterrestre alguno, haciendo gala de esas conexiones artísticas que en teoría de algunos viciosos el hachís propicia, para deleite de psiquiatras que aún no hubieran soñado con serlo (con repartir pastillas como caramelos un rey mago), o de jóvenes que, parados sine die, esperaban el entretenimiento, tirados en un sofá, calificando las canciones de cada uno de los grupos que aprovechaba las horas del local como si solo mirándonos pudieran haber aprendido algo. Una vez, Lola, creo que fue la Lola, tiró de la regleta de enchufes y dejó a Morato haciendo un solo de batería para el que aún no estaba preparado. Creo que nos acusó de melancólicos. Los Diarreas le iban más. Si no fue la Lola fue la Charo. Me importa un carajo. Aún encuentro gente con esa actitud, aunque sin los cojones de las chicas.
Cantaba el Béjar. Llegó el verano y me fui con la familia a la playa. Por mucho que Béjar me trajese de Estambul una cinta de Ibrahim Tatlises para mostrar el gran parecido que había visto entre el crooner turco y yo, detesto el calor y todo lo que tenga que ver con el desierto, y en esta categoría, poca, se puede incluir a Sevilla entera durante demasiados meses al año para la brevedad de una vida. Los muchachos se enfadaron. Íbamos a perder tres meses de ensayos. A la vuelta me encontré con una cinta que no me gustó más que la de Tatlises. Eran cuatro o cinco canciones oscuras, sin estructurar, abruptas, aunque había algo en ellas: mi ausencia. La mejor se llamaba La Cueva del Diablo, una en DO#m. Creo que iban todas en ese tono.
Izquierda Unida, o como se llamaran los comunistas de entonces, organizaron un mitin en una plaza del pueblo rodeada de edificios tan espantosos que aquello era una plaza como podría haber sido uno de esos patios interiores que acaban llenos de pinzas y de bragas, calzoncillos, fajas y sujetadores caídos y mojados y secos miles de veces. Y paquetes de pipas y chicles rosas pegados hasta su ennegrecimiento. Y colillas. Tocaban Bate y los Diarreas, de modo que la cronología la llevo igual que el solfeo, de momento. No sé si los Bastos también estaban en el cartel inexistente. Puede que incluso Silvio tocase, el rockero sevillano, Fernández, no Silvio Rodríguez. Igual fue aquella la noche en que Silvio se sentó en el graderío de hormigón que rodeaba uno de esos kioscos musicales al uso en las plazas con historia, aunque aquella plaza era de los setenta o los ochenta. Era y es; no creo que a alcaldes sucesivos les diera por sacrificarla para hacer una rotonda de esas de 500000 € que tantas alegrías dan hoy a los conductores que, ya sin pasta para gasolina, aún no han entendido cómo hay que circular en ellas. Cuentan que Silvio, borracho, se sentó y aplaudió a su grupo y preguntó qué grupo era aquel, mientas su baterista, Pive Amador (¿con v?), cantaba los rockanroles. Yo debí de beber aquella noche, porque solo recuerdo que las amas de casa se tapaban los oídos ante el Resplandor Chinarro, una canción tras otra con los oídos tapados, sin dar una oportunidad de unos segundos siquiera a cada canción nueva que empezaba.
El futuro concejal pidió disculpas a los asistentes al mitin en cuanto nuestra actuación acabó. Dijo que habrían preferido llevar a Isabel Pantoja, pero que el presupuesto no les llegaba, esto lo recuerdo bien.
Años después, alguno de aquellos que iban al local a no hacer nada acabaron en el ayuntamiento. Creo que uno fue alcalde. Igual que ignoro lo de la rotonda, desconozco también si La Panto tuvo la oportunidad de atesorar algo de los sanjuaneros. Pero que la gente se tape los oídos no es un gran presagio de futuro. Tendría que hacer canciones yo. El verano había terminado.
Bate y Los Diarreas sonaron sorprendentemente limpios. Nadie se tapó los oídos. Ya era de noche. Las marujas se habían ido a batir huevos. Me figuro que el técnico de sonido estaba cuidando sus altavoces y los políticos celebraban su demagogia pueblerina en el bar de atrás, como los de los demás partidos celebraban las suyas en los otros bares. La demagogia es de colores. Yo tramaba mi golpe de estado. El punk, de nuevo, yo.