Biografía IV
Puse en el Facebook el otro día una canción de The Sound llamada Counting the days porque quería enviar un mensaje secreto a alguien, y no hay mensaje más oculto que el que alberga la obra de un hombre, genial según mis gustos musicales, que un mal día decide arrojarse al tren y permite que sucesivas generaciones de imitadores se anoten los puntos que los incipientes melómanos, perezosos como el internauta medio o el clásico oficinista de multinacional de la industria del entretenimiento decadente, fueron incapaces de anotarle: hablo de Adrian Borland, que en paz descanse. The Horrors, The Editors, The National, Interpol y una larga lista de bandas repiten ahora con más o menos fortuna o vudú el eco de ultratumba de grupos como The Sound o The Chameleons, muertos en vida estos últimos, sin que ese acceso a la cultura libre que disfrutamos (en opinión de los espías de los gobiernos), permita a ningún indie de nuevo cuño disfrutar del Counting the days si no es porque a mí me da por mandar un mensaje secreto a una fan de Editors que quiere ir al Árenal Sound, con acento en la a de Árenal. El mensaje era que estoy contando días tanto como que Editors no valen nada si los comparamos con The Sound. Otro día contaré, en vez del paso del tiempo (que va a pasar igual), cómo Alejandra me explicó el truco de Secret Messages, la canción de la Electric Light Orchestra. Alejandra da clases de canto en Málaga y me enseñó que todas las canciones que me gustan hacen lo mismo, da igual Secret Messages que Brian Eno, la copla de MGMT. Cuando el tiempo pasa y los trucos se desvelan, en vez de contar el tiempo vale más contar la historia.
El fin de semana pasado fuimos a un concierto gratuito en la plaza de Oriente con el que los músicos de la orquesta y coro de RTVE se quejaban de que van a dejarlos en paro donde antes tenían vacaciones. Tendrán ocho meses de trabajo, uno de vacaciones y tres de paro, si no leí mal en algún periódico. Me di cuenta al leer de que debería haber ido al conservatorio, porque un músico indie está muy lejos de tener esas condiciones que al funcionario le parecen dignas de una protesta, pero a la edad en que los niños entran en los conservatorios yo solo sabía que a Don Manuel Borrego, el barbudo que nos enseñó música en EGB, le gustaba tirarnos de los pelos y darnos bofetadas, y así no dan ganas sino de hacer que los que maestros se metan las flautas por el orto, y las cinco rayas del pentagrama por la nariz, así como la noche de Paz en toda su magnitud: poca paz es una noche para un niño, aunque sea la noche más larga. Tuvieron que pasar treinta y tantos años para que un ataque de responsabilidad me llevase ante una profesora argentina, no funcionaria ya, no, sino de la empresa privada, la suya, que en pocas lecciones me enseñó a cantar un poco mejor en busca del éxito perdido en Presidente, el disco de Chinarro, y a estudiar algo de composición de canciones pop. Aún recuerdo su cara cuando le dije que quería que analizáramos Fiesta, de Rafaella Carrá. Y es que en Argentina se estudia música como aquí se pretende que se vuelva a estudiar religión, y será por eso que planeo irme con un colega en octubre a comer chuletones de mascotas sin suerte. Intentaré no olvidarme del diafragma y de la danza del vientre. Desde que sé que lo de cantar es una cuestión de anatomía, y viendo a Irina Shayk o a cualquiera de esas que se encaman con futbolistas, entiendo mejor a los que en el instituto ponían mayor empeño en marcar goles que en hacer un grupo de música. Yo no me voy a tirar al tren, porque me gusta que sean puntuales y prefiero tomarme la vida a cachondeo, pero razones no faltan si se buscan. En vez de buscar, acabo este capítulo y me voy a correr, primero, y a beber después. A lo George Best.
En cuanto subí al Facebook la canción de The Sound, Ventura le dio al Me Gusta. Temía yo que se hubiese mosqueado por algo de lo que llevo escrito aquí en esta biografía, caótica como la vida misma (eso intento -que sea caótica, no enfadar a nadie-). Pero imagino la emoción del viejo Ventura escuchando de nuevo el trozo, comprimido hasta la náusea en Youtube, de aquella cinta grabada que alguien le pasó, una recopilación bautizada como «pop psicodélico» que acabó en mis manos para cambiar mi trayectoria de aficionado al pop español. Tell me when it’s over, de The Dream Syndicate y Never Known, de The Durutti Column, son otras dos obras maestras que allí se rebobinaban hasta la muerte del Sanyo. No recuerdo más de aquella selección. Cuando aún no usaba yo pantalones vaqueros, Ventura compró unos Alton con los que regalaban una cinta promocional. Fue en esa casete donde descubrí a The Smiths, no en los 40 principales (ya decía yo), así como The Cure aparecieron en mi vida (es cursi, pero así lo sentí) gracias a un programa de televisión sobre música (¡qué cosas!) que presentaba Carlos Tena (Auambabuluba Balambambú). Todo eso me ha dicho Ventura con un Me Gusta. Ocurre solo con las amistades que vienen de lejos. Lo que no sé ahora es si los Alton eran míos o suyos. No, eran suyos. Mis primeros vaqueros fueron Old Chap y los compré en tercero de BUP. Aclarado este importante punto de la historia de Chinarro tendré que llegar al primer concierto en que Béjar ya no estaba. Fue el día de los inocentes de 1990.
Después de un buen lote de ensayos en la peluquería de la madre de Jesús Franco, Ana, se me acabó la paciencia y le dije al bueno de Béjar que mi hermano Dani, que por entonces tenía tres años, tocaba mejor que él. Debe de ser porque Béjar es alto como yo, que soltó la guitarra, vino hacia mí y me dio un empujón contra la pared. Crecí en un barrio en equilibrio inestable entre lo humilde y lo peligroso, y tuve que enfrentarme a veces a pequeños simios, eslabones perdidos en la evolución humana, pero que un amigo con el que tenía un proyecto en común tan apasionante como el de hacer un grupo de música (si no fuese apasionante no estaría intentándolo aún), un amigo de familia bien, además, recurriera a la violencia para contrarrestar mi indudable capacidad crítica, fue chocante, muy chocante. Años después, cuando mi hermano Dani había cumplido más de veinte, le regalé la guitarra acústica barata, una Fender hecha en China, con la que había compuesto y grabado casi todas las canciones desde Nosequé-nosecuántos hasta El Fuego Amigo. Para mi sorpresa, en un mes Dani tocaba la guitarra mejor que Béjar y yo juntos en aquellos primeros años, y para mi estupefacción y la suya, mi vieja Fender China yace en el trastero del piso en que aún vive mi hermano con mis padres, pagando injustamente por los pecados que yo haya podido cometer en mi siniestra vida de Rock And Roll. Aún me dicen que puedo llevármela si quiero, y de nada sirve que les diga que tengo seis guitarras más: para ellos la guitarra china es como si fuese mi cadáver, y eso que ven cuando voy, yo mismo, es para ellos un ectoplasma que pudo haber sido de carne y hueso, que pudo ser un funcionario con cuatro meses de vacaciones pagadas, un aficionado a las artes marciales, qué sé yo. Por supuesto, estoy de acuerdo en las reivindicaciones de los de la orquesta y coro de RTVE, pero sé que antes pondrán artes marciales que música en la enseñanza primaria. Y viendo a Irina Shayk, puede que haya que dar la razón a los conservadores siniestros, ellos sí, y que devolver el empujón que me alejó de Béjar por una buena temporada: unos trece años. Morato y Franco se quedaron de mi lado, porque ya habían visto que era más capaz de montar canciones. Béjar guardó la guitarra y se fue. Creo que a él le dolió más que a mí. Lo gracioso es que una de las canciones que compuso se llamaba Violence, y se parece mucho a una de The War On Drugs. Una que no cambia de acorde, claro.