Biografía VI
Doy un paseo por las calles de la ciudad dormitorio. 2014 ya, y aún con asuntos de guitarras y bares en la cabeza, enhorabuena: has conseguido llevar una vida de golfo sin haber estafado jamás a nadie. Y estos, los transeúntes ¿a qué se dedican? Parecen dormidos, o zombies, siguiendo una nueva moda absurda, en la que la ansiedad por una existencia inane toma los inevitables vapores de lo corrupto. Busco una barbería, para no morderme más los pelos de la lengua y dejar de asustar con mis aires de reencarnación marxista al honrado comerciante, quien, una vez hallado, tijera en mano, dice con malos modos que tiene cola para una hora o más. La barbería está sucia y solo hay un anciano esperando, quizás a su embalsamador, porque apenas tiene pelo. Me despiden con un gruñido que forma parte del único esperanto posible y sigo con mi inocente deambular. Leo los carteles: hay panaderías, fruterías y tiendas de todo a un euro, templos de supervivencia para el pueblo desahuciado. Los inmigrantes miran anuncios en las tiras de papel que cuelgan de las marquesinas de los autobuses, donde los jóvenes del lugar comienzan su huida hacia otras tierras enajenadas. En la rambla hay un mercadillo de ropa de usar y tirar, y entre bragas y calzoncillos aptos para el roce, entre los toldos que los protegen de una llovizna que no pierde el gris al separarse del cielo, aprecio la existencia de un establecimiento nuevo, decorado con motivos forestales y plateados, y regentado, según observo al sortear las mercaderías, por dos mujeres chinas, delgadas, que se están haciendo las mechas recíprocamente mientras una señora mayor se practica una lobotomía en uno de esos secadores espaciales de cuando Franco era Paca la culona. Les indico con más señas que palabras que necesito un recorte, del pelo de la barba, les pregunto si lo han hecho alguna vez, si saben hacerlo, porque el único chino con barba que me viene a la mente es Fumanchú, y sabe dios -algún dios ha de saberlo- si Fumanchú era chino o de Vietnam. Inmediatamente la señorita oriental, de cuya procedencia tampoco pretendo averiguar más, deja el papel de plata y, en apenas tres minutos, deja mi barba perfectamente perfilada. Me quita el pelo del jersey usando el secador (lo nunca visto, me gusta siempre lo nunca visto), me pide tan solo cinco euros y me despide con una sonrisa. No puedo evitar mirar mi reflejo en los escaparates de los locales contiguos, en alquiler, vacíos, oscuros, esperando la llegada de nuevos hijos del país del sol naciente o de las viejas hordas fascistas, y compruebo que parezco más a Rupert que al cantautor folk en que se supone que me he convertido. De nuevo El porqué de mis peinados. No he dejado que me toquen la melena porque el pelo largo es el mejor detector de estúpidos que un hombre pueda tener: aunque parezca mentira, o precisamente por eso, el ciudadano ordinario, el hombre de bien (de consumo), toma aún el pelo largo en los varones, así como, intuyo, el corto en las hembras, como muestra indudable de la presencia del mal en el órgano que las cabezas encierran, entendido este como primer órgano sexual. A mí no me cabe duda de que la vieja distinción entre hombres de izquierda y de derecha tiene su origen en diferentes problemas sexuales: el miedo a la libertad es, en principio, el miedo a la libertad sexual. ¿Cómo explicamos que los curas prediquen a favor de su orden siendo célibes, o que aún otros religiosos practiquen ablaciones de clítoris a un par de horas de avión de Sevilla? ¿Y la nueva ley del aborto? Ay, si de verdad les preocuparan los niños no dormirían jamás.
Por la noche voy al cine a ver la última de los hermanos Coen, sí, la del cantautor folk. Al rato comienzo a aburrirme, porque uno puede mirar su reflejo en un escaparate mientras se atusa un poco la barba, pero no durante hora y pico. Ninguna de las peripecias narradas en la película me es ajena. Mi compañera en el grupo no se arrojó del puente de George Washington, aunque sí pasé por allí junto a ella en un taxi. El de la discográfica que de manera suicida lanzó mis primeros trabajos no es viejo, al menos no lo era entonces, cuando paseaba por Nueva York mientras yo grababa mi primer LP y su socio se hacía pasar por el cantante del grupo para intentar ligar en una hamburguesería ucraniana. No, el bueno de Jesús, el de Acuarela Récords (me pregunto si ya los ha batido todos), no me ofreció su abrigo cuando pasé aquella noche durmiendo junto a Juanlu en mi Seat Ritmo a pocos metros de la sala Maravillas, de la que un día me echó a rastras José Morán, casi seguro con todo merecimiento, años antes de que él y su hermano Miguel, más bien Miguel, confiaran en mí para actuar en aquel festival que organizaban, llamado FIB. Los Hébridas, a los que había invitado a telonear a Sr. Chinarro en aquel refugio madrileño del indie, el Maravillas, después Nasti y ahora sabe Botella qué, se habían ido a casa de unas amigas con la promesa de un contrato con Elefant Récords, dejándonos a Juanlu y a mí en el hielo ya sin ron de la madrugada. No quiero destripar la de los Coen, así que os cuento un poco más de mi historia, un poco más de mi historia, que, salvo alguna diferencia como las mencionadas, viene a ser la misma, e igual de aburrida, me temo. Ahora leo a Boyero llamando necio al personaje. Sí, hay que ser muy tonto para sobrevivir con la guitarra, así como demasiado listo para vivir siendo crítico, imagino. Bueno, dejemos en paz a los críticos con sus listas, que van a hacerme falta.
La visión más conmovedora del día ha tenido lugar en las proximidades del nuevo centro comercial. Miles de vehículos queman combustible a la espera de una plaza de aparcamiento en ese castillo recién construido -el mall, que dirían los norteamericanos-, alto, imponente, señalado por múltiples luces de colores. Los automóviles, de todos los modelos y precios, se arremolinan por las avenidas y calles que salen de la ciudad hacia lo que hace bien poco era campo, y los conductores y acompañantes se retuercen en sus asientos, desesperados, como el agrimensor K, por encontrar su lugar en uno de esos pasillos en los que las diferentes franquicias se suceden, con sus ropas baratas hechas por niños y esclavos, sus salchichas de trozos inimaginables de carne, sus quesos de plástico, sus cervezas caras y mal tiradas por jóvenes contratados por horas. El cine está dentro del castillo, y como ingeniero técnico agrícola que en el fondo fui, me siento del todo agrimensor cuando me hundo en la butaca especial para socios, tratando de olvidar el apestoso rastro de palomitas que marca en la moqueta negra la senda de estos consumidores perdidos para cualquier causa rebelde. Mientras el pueblo no entienda que la única fuerza que tiene radica en su naturaleza de consumidores, no tendrán remedio de clase, y pocas luces, las suyas, se abaratarán, cuando ni siquiera pueden mantener una bombilla apagada durante una hora, o dejar el coche en casa y bajar caminando por la rambla. Afortunadamente, el cine que había antes en el centro de la ciudad es una biblioteca, una de las cinco bibliotecas que hay -no puedo decir si estoy en España o no, aquí lo noto-, lo que da un carácter aún más desolador al paseo urbano: es triste comprobar que en ellas solo hay viejos leyendo gratis el Sport y el Marca o jóvenes buscando la conexión gratis a internet.
No, no seré yo quien vuelva a escribir un libro. Acaba de escribirme Ana, la editora de Alpha Decay, para que vaya a tocar en la librería que han abierto en Berlín. Me gustaría, así veo por donde puede irse de nuevo la idea europea a tomar por culo. Además, ya estuve en su sofá.
Me paso la película pensando cómo gestionar la montaña de trabajo que se me viene encima tras mi despedida de Ártica y Mushroom Pillow. Gracias al trabajo de estas dos empresas he abandonado mi condición de respetable, es decir, las deudas, las trampas, las frustraciones y las dudas, todas las dudas, para ser un perdedor, pero un perdedor libre, como el tonto de la película y sin el frío de NYC, gracias al sol que ningún Alejandro Magno irá a quitarme, salvo que el alcalde de Málaga se empecine en regalar una licencia para construir un hotel de siete plantas a treinta metros escasos de la orilla del mar. Así que interrumpo el curso natural de la biografía de Sr. Chinarro para intercalar este agradecimiento sincero: han sido casi ocho años de trabajo intenso en equipo. Gracias, Ártica; gracias, Mushroom Pillow.
Ahora quiero volver a la ciudad misma, donde solo se vende ya fruta -ya procuraré que mis canciones solo caigan de vuestro lado como fruta madura, ya- y algún cacharro sin importancia -como los CD de las tiendas de regalo- y dejar el mall, el laberinto de los comedores de basura, no pisarlo jamás, verlo de lejos, con sus luces de neón apuntando a la cartera del apolillado español medio.